miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL CERRO QUE NOS TAPABA EL MAR





— CAPÍTULO 1 — 
LA CARTA



Detrás se escondía el mar, o eso nos decía mi madre, y sonreía mientras los dos mirábamos. “Hoy no lo veis porque hay nubes”. Otras veces  nos habíamos levantado demasiado tarde, o claro, era verano y el calor cubría el cielo azul. Pero el mar estaba ahí, lo decía mi madre. Y, porque ella lo decía,  mi hermana y yo, sin dudar nunca y con las manos sobre una barandilla de madera, intentábamos verlo.
No recuerdo el nombre del cerro que nos tapaba el mar, pero para mí aquel mar no podía ser otro que el  Mediterráneo, que en la voz rota y sin ritmo de mi padre, llegaba hasta Estambul. Años después, cuando recibí la carta, nadie podía comprender cómo podía dejar el trabajo por el que había estado luchando durante dos largos años y por el que tuve que mudarme al extranjero, pero aquellas líneas que llegaron como un soplo de aire de pino de la casa de la sierra era semejante a la línea que dibuja en la llamada a los fieles desde un minarete.
Recuerdo que cuando tomé la carta y salí al patio de la casa, con cada línea que podía leer a través de los pocos rayos de luz que se colaban por entre un césped en sombra, supe que tenía que recuperar aquello que había olvidado. Con las piernas aún temblando y dejando caer el sobre en el suelo, doblé el papel en dos mitades y apreté la carta en el bolsillo de la camisa antes de subir a preparar la maleta.
Ya en el aeropuerto, no pude parar de leer una y otra vez aquellas palabras que repetían las mismas preguntas en cada minuto de la espera. “¿Qué pasaba? ¿Qué había pasado? ¿Y qué se podía hacer?”
Nadie me esperó en el aeropuerto y con el coche alquilado surqué las curvas de la montaña de la casa hacia la sierra con las ventanas bajadas y siempre con el cerro a la vista.
Al llegar, la puerta de la verja estaba abierta y volví a escuchar la vieja bisagra que siempre sonaba al cerrarse. Es curioso, pero nunca antes había sonado también al abrirse. Podría haberme parado allí y haber agitado la puerta sin descanso tratando de adivinar de dónde venía aquel sonido nuevo, pero una voz de mujer, joven como el de una niña con zapatos de domingo, resonaba desde la lejanía.
Avancé por el camino empedrado y enmohecido de la entrada hasta el portón y me acerqué al timbre de otro siglo de la casa, y ante mi asombro, me encontré con la puerta abierta. No había nadie pero desde el balcón desde donde se veía la barandilla de madera en la que mi hermana y yo tratábamos de ver el mar, vi la silueta de una mujer envuelta en un vestido blanco que gritaba hacia el cielo. En ese momento escuché de nuevo los cantos árabes de Estambul y vi la sonrisa escondida de mi madre tras nuestra espalda. Bajé hacia el pequeño mirador, y desde allí, desde la vieja tabla de madera, agarré aquella baranda pintada en color burdeos y yo también grité al cielo.
Mientras veía las iniciales de mi hermana junto a la mía grabadas con un compás en la madera como si solo hubiera pasado un día, la mujer del cerro agitó la mano.
No sabía lo que me esperaba, ni si había tomado la decisión correcta, pero aquel verano, cuando el cerro volvió a nuestras vidas, mi hermana me confesó que en su mar siempre había un faro.



© Texto: Lucas Amaro & Yiyi M. E, "El cerro que nos tapaba el mar", septiembre 2013.
Blog de Lucas Amaro: http://nohequeridosaberperohesabido.blogspot.com.es/
Imagen: dsc02564 - cleanpress.wordpress.com (modificada)

miércoles, 12 de junio de 2013

GAVIOTA EN EL AIRE



GAVIOTA EN EL AIRE

—¿No lo ves? —María me habla poniendo la mano enfrente de mis ojos. El cielo está azul y blanco.
—¿El qué? —respondo, le acaricio la mano, con ternura. María me inspira ternura.
—El cielo, el mar... El aire. ¿No lo sientes?
—No sé bien a que te refieres —María pone su mano encima de la mía y  comienza a moverla a su ritmo.
—A esto —me dice—. A esto, Caro —agita su mano y con ella va la mía. Me muestra una gaviota.
—¿El qué? —respondo—. ¿El qué?
—¿No lo ves? ¿La gaviota?
—No, no la veo.
—Pero,  ¿cómo que no? ¿Cómo no puedas verla? Si está ahí, ahí, surcando los aires y los vientos, llevada por la ráfaga y la corriente, acoplándose a donde el viento vuela, pero yendo donde quiere. ¿Cómo no puedes verla?
—Pues porque no está ahí —María navega su mano y la mía por entre una nube, un cielo azul y un avión que vuela—. No hay ningún pájaro —le digo—, no hay ningún pájaro.
María se está volviendo loca, pienso, desde que perdió el trabajo y tiene tiempo se está volviendo loca, más loca si cabe. El tiempo no puede hacerle nada bueno a nadie. No puede hacer más que piense en cosas que no pensamos los demás, en vivir en ese mundo de las ideas y cielo azul, y nubes blancas que desaparecen difuminadas, y de pájaros en vez de aviones.
—María, no hay ningún pájaro —le digo—. Es un avión —le aparto su mano de la mía.
—¿Cómo que no? Mira —María toma mi mano de nuevo y me acaricia los dedos—. Cierra los ojos, Caro, cierra los ojos y mira.
María pasa su mano sobre el cielo de nuevo y aprieta sus pies sobre la arena.
—Hazlo tú también —me dice—. ¿Tienes los ojos cerrados?
—Sí —le digo.
María aprieta mi mano fuerte y le da un inesperado voleo, luego, suelta mi mano que queda suspendida en el aire.
—¿Lo ves ahora? —me dice—. ¿Ves ahora la gaviota que surca el cielo?
Me quedo muda. No respondo y mi mano permanece suspendida, siento el viento que agita mi mano, y me dejo llevar.
—¿Comprendes ahora? —siento que me mira— ¿Comprendes?
Pero sigo muda, en silencio y sin abrir los ojos, reposando mi gaviota.
María se levanta y se apoya a mi lado, siento la temperatura de su boca.
—Yo sabía que tú comprenderías —siento más calor cerca—. Siempre hay gaviotas en el cielo.
María me toca, me da un beso, un beso tierno sobre los labios, y siento que navego. No necesito abrir los ojos. Sé que la veo.


© Texto: Yiyi M. E, "Gaviota en el aire", 2013.
Imagen: Visita de gaviota, Nestor Martinez Perez - Artelista

martes, 28 de mayo de 2013

LOS OTROS



LOS OTROS


Alberto baja del tren y avanza hasta las escaleras mecánicas, apoya el macuto en uno de los escalones y pone un pie delante. Sube mirando hacia arriba y a pocos metros del final de las escaleras, recoge la mochila, sale, y le golpea bruscamente una brisa de aire frío. Se pone la chaqueta y comienza a andar.
En los primeros metros lo recibe un espacio verde construido hace pocos años, con apenas césped y mucho adoquín y baldosas en el suelo, una plaza abierta relativamente silenciosa que no se encuentra edificada y que cruza para encaminarse por la avenida de la estación.

Según recorre la calle (alargadamente diseñada) observa las viviendas de alrededor y las ropas colgadas en los balcones, el ladrillo blanco con tonos beiges apastelados y los pequeños negocios en las plantas bajas. Huele a ruido y suena a sucio. Unos pequeños grupos de adolescentes fuman sentados en algún banco de algunos de los colegios que abren haciendo las veces de parque en alguna de las tardes de primavera. Los negocios acaban de abrir y tienen poca clientela; los bares, están llenos, y los hombres de cuarenta a cincuenta años toman cervezas y licores baratos a las cinco de la tarde. El cielo se encuentra nublado.
La gente pasa acelerada y los que marchan más rápido invaden la calzada para adelantar y poder seguir a su ritmo, nuevamente en la acera. Alberto intenta cruzar la calle, pero ninguno de los coches que pasa se detiene, y cruza el paso atento de dónde poner cada uno de sus pies, pero acelerado, como si tuviera una prisa contagiada. Lo cruza, se detiene, y mira el reloj. Su pecho respira fuertemente.
Es el 19 de abril de 2010 y al día siguiente será día 20 y 20 años desde aquel 20 de abril del 90. Alberto tenía 15 años entonces y solía salir los fines de semana al parque a juntarse con sus amigos. Hablaban de lo que se suele hablar en la adolescencia y bebían hasta encontrar el límite. Ninguno de ellos tuvo que lamentarlo. Luego, algunos estudiaron y encontraron trabajo; otros, no estudiaron y encontraron trabajo; y otros muchos que estudiaron o no estudiaron, no encontraron trabajo. Él, estudió y encontró trabajo, y ahora volvía a casa tras ocho años en el extranjero. Lleva una camisa amarilla y unos pantalones de pinza, levanta la vista del reloj y tantea la agenda del móvil; concluye que los llamará al día siguiente, se pregunta quiénes o cuántos seguirán siendo los mismos.
Al llegar a la plaza del pozo, la cruza y entra en la antigua plaza central. Por aquella zona los edificios son de ladrillo rojo de la década de los 80 y no queda ninguna casa de las que recordaba cuando era niño. Ojea y ve a los fontaneros, albañiles, camareros, y pequeños negocios de frutería, alimentación, bazar, o tenderos de alguna marca instalada; un par de ferreterías y un par de pequeños negocios de tecnología junto con unas pocas oficinas comerciales. En cuatro calles se encuentra rápidamente perfilado el resumen de la ciudad y se distrae centrando su atención en la gente que pasa.
Observa a un par de niños y a una niña que juegan con la pelota en la plaza a hacerla rebotar contra la pared y a una panda de tres jóvenes que cruzan lanzando un papel al suelo. Piensa que quizás los hijos de ahora no lo tienen todo, que tal vez sí en sus casas, pero poco fuera, y se pregunta cuánta gente quedará por descubrir entre aquellos parques y aquellas calles, entre esas plazas y esos pisos de ladrillo rojo y beige, y sobre cuántos estarán pensando sobre su futuro o tendrán planes.
Llega al portal y se encuentra la puerta abierta. Una vecina le saluda pero no lo reconoce. Sube las escaleras y escucha un par de gritos que salen del primero. Un olor a cocido le llega a la altura del segundo, como en los sábados de cuando tenía ocho años. Se acuerda de sus padres, a quienes va a visitar, trabajadores de la clase obrera que no pudieron permitirse el lujo de vivir en la gran ciudad y que se habían instalado en otra pequeña de los alrededores, a comienzos de los 70. Por entonces había trabajo y era lo más habitual para la gente que llegaba y quería encontrar su sitio. Promesas de trabajo estable, posibilidad de piso y de que sus hijos pudieran salir adelante. Se pregunta cómo estarán. Llega al tercero, observa la puerta, letra B, gira la llave y avanza por el largo pasillo. Su familia lo espera en el comedor y lo reciben con la mesa puesta.
—¡¡Albertooo!! ¿Qué tal? ¡¡Te estábamos esperando!! —le dice su madre, que se acerca y le da un par de besos y un abrazo. Se le caen un par de lágrimas de los ojos.
—Bien, gracias, ¿y vosotros? —contesta, restando importancia.
—¿Cómo te va en el trabajo? —le pregunta uno de sus hermanos.
Pero Alberto no contesta y se sienta sin saber bien qué decir en la silla que se encuentra vacía. Su familia le mira esperando una respuesta, pero al ver que no llega, cogen los tenedores y comienzan con el plato. Sabe que pensarán que seguirá siendo igual de callado que antes de que se marchara. Beben y comen y hablan de la grúa y de las ventas, del jefe y de las condiciones de la jubilación.
Alberto corta un trozo de ternera y toma un poco de vino. Cavila quiénes de entre los que había visto por el camino montaría su propio negocio o pensaría irse a vivir al extranjero, quiénes o cuántos visitarían Asia o montarían una exposición de fotografía, cuántos dejarían de esclavizarse por un salario de un trabajo poco cualificado de muchas horas o en la oficina de una empresa, o haciendo kilómetros en la carretera para vender y hacer dinero para otros que no gastarían más de la mitad de sus ganancias en una hipoteca, con unos proyectos de vida claramente establecida, y cuántos de ellos se creerían libres.
Apura el vino y aparta la ternera, empuja la silla hacia atrás con el peso de su cuerpo y sus piernas haciendo un chirrido en el suelo, se pone en pie. Los tenedores se levantan de los platos y siente el vacío silencioso de las bocas que mastican, y sus miradas. 
—Dejo el trabajo, me marcho —les dice.
—¿Y eso? ¿Qué ocurre? ¿También allí van mal las cosas? —le pregunta su madre, mirando al plato.
—No, pero necesito salir para comprender —Alberto se detiene—. Para comprender de dónde salen los otros. Para volver… —baja la cabeza—. Y quedarme.


© Texto: Yiyi M. E, "Los otros", 2013.
Imagen: banlieu - Banlieue Clichy sur Bois - buggstories.wordpress.com 

jueves, 4 de abril de 2013

12 CAMPANADAS




12 CAMPANADAS


Cuando Pedro cogió el paraguas, María ya estaba de pie junto a la puerta con las manos temblando.
—¿Vas a salir, Pedro? ¿Estás seguro?
Pedro se paró con la mano sobre la puerta, le resbaló una gota de agua por su frente, respiró hondo y con gesto serio, pero sin mirarla, respondió.
—Sí.
—¿De verdad que vas a hacerlo? –María dio un paso atrás, corto y paró.
—Sí. Ya está bien de tanta mierda —cogió el sombrero y salió sin despedirse. 
En la casa los niños estaban acostados. María permaneció en silencio en la puerta, miró al reloj que colgaba en la entradita y cerró con llave. Echó el tranco, se apoyó en la puerta y volvió a quitarlo.  Luego cerró todas las ventanas, miró alrededor y subió las escaleras acelerada. En el sexto escalón tras el descansillo tropezó cayendo de rodillas. Escupió un grito ahogado mientras se llevaba una mano a la boca, mordiendo el grito. Se tocó el tobillo, gimió y se levantó cojeando. Llegó hasta la planta de arriba.
Por el pasillo avanzó con rumbo decidido. Al llegar a la habitación de los niños los miró desde la puerta y se acercó para asegurarse de que seguían dormidos. Permaneció un par de minutos observándoles, se levantó y salió cerrando la puerta, aunque al par de metros se detuvo, y volviendo sobre sus pasos, la dejó entornada. 
Al salir se dirigió a su cuarto. La cama estaba deshecha y el reloj de la mesita se encontraba en el suelo. Lo colocó en su sitio, recogió las medias, el liguero y el vestido, y volvió a hacer la cama.  Puso en su sitio el espejo y se descubrió el camisón levantado y una parte de las braguitas de encaje que llevaba puestas. Se llevó las manos al muslo y tiró fuerte del camisón hasta las rodillas, precipitada. Pedro, murmuró, Pedro.
En el reloj comenzaron a sonar las campanadas, María se sentó y se frotó los ojos. Permaneció unos segundos sentada, con las manos sobre la rodilla. “Dong”, sonó la cuarta campanada. “Dong”, sonó la quinta. “Dong”, hasta que sonó la decimosegunda. Entonces se levantó, llegó cojeando a la habitación de los niños, entró y les acarició en la frente.
—Arriba niños, arriba —Julián y Maite bostezaron, dieron una vuelta más sobre la cama y se frotaron los ojos.
—¿Qué pasa, mamá? ¿Qué sucede? —Julián le tiró del camisón a su madre.
—Nada, chicos, hay que levantarse.
—¿Ya es hora de ir al cole? Todavía tengo sueño —preguntó dando otra vuelta sobre la cama.
—No hijo, no; todavía no. Pero prepárate y coge tus cosas —María miró a Maite y le tocó la barbilla—. Tú también. Os espero abajo, en la cocina, ¿vale? —se levantó, marchó hacia la puerta y a mitad de camino, girándose, les habló de soslayo en voz baja pero asertiva—. Venid pronto.
María salió, se detuvo bajo el marco de la puerta, los miro una última vez y bajó a la entrada.
Al bajar las escaleras cogió un paraguas largo, negro y con punta metálica. Se acercó al armario del pasillo, giró la llave dos veces a la izquierda, revolvió entre las camisas, y cogió el bolso y una mochila llena. Cerró con dos vueltas y tiró la llave al suelo, empujándola con  el pie por debajo de la alfombra. Y entró al baño.
Cuando salió, los niños ya estaban abajo, preparados.
—¿Ya te has quitado el pijama, mamá? ¡Estás muy guapa! —sonrió Julián y su madre le respondió con una sonrisa practicada, adecuada.
—¿Dónde vamos? —dijo Maite.
—Todavía a ningún sitio. Vamos a hacer un juego, no os preocupéis. ¿Habéis probado antes a hacer por la noche lo que se haría por la mañana? —Se acercó al armario, sacó dos tazas, leche de la nevera y les hizo una taza de cacao. La calentó al microondas, y al minutos y medio las sacó y las dejó sobre la mesa, delante de ellos. No os atragantéis. Tomadla con tiempo. Hay que tomar energía —agarró el taburete y se sentó en la puerta, mirando hacia la entrada.
Los niños soplaron a la taza y comenzaron a beberla a sorbos. María les miraba de perfil, sus pies dando toquecitos a la pata de la silla y sin dejar de mirar a la puerta.
 Comenzaron a escucharse sonidos desde fuera, como unos pasos que se acercaban, como una mano que rascara por entre los cubos, por entre las paredes.
—¿Mamá? ¿Qué se escucha? ¿Qué es eso que suena?
—No os despeguéis de mí —y agarró el paraguas más fuerte. Se levantó, se acercó a la entrada, con pasos cortos y arrastrando el pie, notando que se la había hinchado desde que se había puesto los zapatos en el baño. Los niños dejaron de hablar y María permaneció un minuto en la entrada, a un metro de la puerta, con la cabeza firme hasta que llamaron.
Y sonó dos veces, con dos golpes secos, mitad hueco como un puño mal cerrado, mitad lleno como un puño que sujeta, que sujeta algo.
María se alejó con sendos pasos con cada uno de los golpes, se sentó en la silla de la entrada, y con el paraguas entre sus manos, con voz apagada, preguntó.
—¿Quién es? ¿Quién es? ¿Quién llama a la puerta?
Y el pomo comenzó a agitarse.
            Los niños dejaron la taza sobre la mesa.


© Texto: Yiyi M. E, "12 campanadas", marzo 2013.
Imagen: http://lospergaminosderato.blogspot.com.es/

jueves, 14 de marzo de 2013

Valiums y coca



VALIUMS Y COCA

Te pondrás la camiseta de tirantes, te mirarás al espejo y te echarás gomina. Habrá caído la tarde y sonará la música en tu cuarto.
                 Habrás quedado unas horas antes y planificado la tarde. Un whisky y dos hielos y el halógeno de la cocina todavía sin arreglar, haciendo ruidos intermitentes acompasados con su luz quebradiza. La nevera apenas con dos yogures.
                A las 10 de la noche saldrás a la calle, te golpeará la lluvia y no sacarás ningún paraguas. Cogerás el coche y bajarás las ventanillas. Pondrás la música con fuertes graves. Tal vez se escape una voz de mujer en la melodía.
                En la entrada te estarán esperando Juanma, Guille, Edu, Selene, Patri y Victoria. Juanma no llevará chaqueta y tendrá puesta la camiseta blanca ajustada de cuello de pico que le regalaste, Guille te dará la mano rápidamente, abrazarás a Patri y Edu te pasará una papelina. Selene y Victoria entrarán primero a la discoteca.
                En la segunda planta la música estará tranquila. Subiréis los escalones mirando por la ventana a la gente que pasa. Harás un comentario a Guille y no te responderá. En la tercera planta la música sonará fuerte como en tu coche. Y os quedaréis allí.
               A la una de la mañana llevaréis tres cubatas. Habrás invitado a Guille y Victoria estará bailando como una sirena. Patri te mirará de reojo pero tú te fijarás en una chica con tacones que baila con su grupo de amigas. La mirarás y bailarás con tus amigos. Y pedirás otra copa.
                Llevará un vestido negro y los ojos perfilados. Se habrá alisado el pelo y será como una doncella anónima desubicada, fina como la tela de su vestido, dulce como un valium antes de caer dormido. La volverás a mirar dos veces cuando lleguen las tres de la mañana.
                Patri habrá hablado con Guille y Guille se habrá marchado sin tomarse la quinta. Juanma estará en un lado bailando con Selene. En el baño, a las 5, les verás salir con una mano en la nariz y la otra en la parte de atrás de sus caderas. La chica de vestido y pelo negro te habrá devuelto la mirada y acabarás tu sexta copa.
                Te darás cuenta de que la has estado mirando durante la última media hora. Te habrá atrapado el dibujo de su tobillo. Pensarás cómo acercarte y hablarle de algo diferente a sus tirantes. Dejarás de mirarla a los ojos y pensarás en su esternón desnudo bajo tus manos. Sentirás que no se ruboriza. 
                Selene se irá con un chico. Juanma pedirá dos copas más en la barra y se cortará la mano con un vaso. Tú te acercarás y sabrás que se llama Lucía. Bailarás con ella a media distancia. Te tocarás la papelina vacía y sabrás que no te hace falta. Rozarás sus muslos con disimulo, “Ha sido sin querer. Un accidente”. Pero ella seguirá bailando como si nada.
                Sonreirá y le devolverás la sonrisa. Mirarás su hombro y sus tirantes y  dibujarás su espalda con tus manos. Ella se acercará más y seguirá bailando dándote la espalda. Juanma se habrá marchado y a Edu hará dos copas que no lo viste. Patri te dirá adiós con Victoria, pero tú no te darás ni cuenta.
                Pondrás tu cara sobre su cuello y ella alargará el suyo. Te acercará suavemente tu cadera contra la suya. Le rozarás la mejilla y ella te besará en los labios. La morderás fuerte y con ganas pero Lucía gritará y te empujará fuerte, sangrándole el labio.
                Te dará vueltas la cabeza y caerás sobre el suelo que también dará vueltas. Tratarás de levantarte sin éxito. La verás mirarte desde arriba. Sus tacones pasarán por al lado de la palma de tu mano derecha y no la volverás a ver. Te lamerás el valium de sus labios. Y cerrarás los ojos.


© Texto: Yiyi M. E, "Valiums y coca", marzo 2013.
Imagen: www.absolutroma.com - discoteca-roma3

jueves, 21 de febrero de 2013

EN EL COLOR ESTÁ LA CLAVE



EN EL COLOR ESTÁ LA CLAVE



—¡En el color está la clave! Porque esconde lo que no se puede explicar. ¿Has probado alguna vez a describir el cielo, el azul celeste que se refleja y que nos cae y se presenta, tan mundano éste, aquí abajo, para nosotros, que casi lo tocamos y nos lo creemos…? El color... el cielo… el azul que bajó y que se quedó para nosotros para guardarlo aquí, en nuestro baúl de…

—¡En nuestro baúl de los recuerdos! —exclamó Raúl, robándole la última palabra de su boca. Miró a la hierba y dejó de contar estrellas. Se giró y le acarició la capucha de su chaqueta, con un poco de dudas— Me gusta cómo hablas… —la miró tímidamente a sus ojos, esperando que continuase, y que dejase fluir otra vez la voz dulce de su boca que nunca sabía que venía después, como si de una pequeña niña alocada se tratase.
Pero Leire se quedó mirando al cielo, sin prestarle atención, como siempre miraba al infinito. Si no fuera porque en ese mismo año en su último curso de instituto Raúl había estudiado en Físicas que el vaho que salía de la boca sólo era posible cuando había un gran contraste entre la temperatura del cuerpo y del medio, Raúl hubiera dicho que aquello que rodeaba a Leire eran sus palabras. Palabras. Porque Raúl sabía que Leire era de ese tipo de personas, de esas que les daban cuerpo a las cosas que no las tenían; la única chica que conocía que daba forma a lo que no tenía esqueleto. Pero Leire seguía callada.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Raúl tirando de su capucha—. Hace tiempo que estás ausente. Ausente… como siempre, ¡pero diferente! Tú me entiendes —A Raúl le gustaba eso, que ella le entendiese sin necesidad de muchas palabras. Él, le explicaba el cielo con boca de científico, y ella le ponía el alma, con sus palabras—. Siempre con tus palabras —musitó Raúl.
—¡¿Qué dices?! —exclamó entonces Leire como sacada de un trance. Y dejó de mirar a las estrellas y aproximó sus ojos claros a los ojos oscuros de la ciencia de Raúl. Sonrió con sus dientes limpios y blancos y le tiró de la nariz—. ¡Narizotas! ¡Qué eres un narizotas! —y se levantó y salió corriendo.
                Raúl se quedó ahí en el suelo, anonadado, como de costumbre, repanzado sobre la hierba. Primero eran las palabras y luego era lo que hacía, pensó. Con Leire siempre era diferente y Raúl tenía que buscarle la lógica. Porque no se podía ser siempre tan irracional.
—¡Paraaa! —le gritó Raúl aún desde el suelo. Leire siguió danzando y brincando como si tuviera unos diez años menos, como si fuera la chica de siete años que le chapoteó en el charco el día que se compró sus primeras zapatillas de marca. Raúl siempre la recordaba así, como cuando la conoció. Y le desconcertaba desde entonces. La miró y continuó—. ¡Paraaaa! La vida no es siempre hacer lo primero que se te pase por la cabeza. ¡Paraaa! —y estiró la mano como si pudiera agarrarla salvando los diez metros de distancia que había entre ellos—. Ven aquí, conmigo. De nuevo. Hoy… hoy es nuestra última noche.
                Y aquello fue como parar el tiempo. Leire se le quedó mirando, desde sus diez metros, durante unos largos segundos en los que a Raúl le dio tiempo a repensar la última frase como unas cinco veces. Y luego Leire comenzó a avanzar, como avanzan las mariposas, poco a poco y sin trayectoria definida. La noche estaba clara y el cielo estrellado. Era el último jueves del mes de agosto en el pueblo de los muchachos. Pronto acabaría el verano y cada uno comenzaría su primer año de universidad. Leire, Hispánicas; Raúl, Físicas. Leire llegó a cinco metros de él, y desde allí, desde la media-lejanía o desde la media-cercanía que no permite el contacto, habló.
— Ya, ¿y? ¡Cuéntame algo nuevo! —y siguió brincando como una ecuación del caos, pero de la que se cabe esperar algo bueno—. ¿Sabes? Para mí nunca será ésta nuestra última noche. ¡Siempre nos quedarán las estrellas!
—En el baúl de los recuerdos…. —acabó suspirando Raúl.
—Te visitaré algún fin de semana que otro. Te lo prometo —se acercó, le agarró la mano y lo levantó—. ¿Sabes? A veces no comprendo cómo eres capaz de explicarme por qué es azul el cielo pero no logras entender que no hace falta pensar siempre en el futuro. Para mí siempre estarás cuando mire a las estrellas o haya un charco en el suelo —se paró delante de él, le miró a los ojos, los ojos oscuros de la noche, y le levantó la vista hacia el cielo. Luego le apretó fuerte en los ojos—. ¡Botarate! ¡¡Botarate!! ¡¡Qué eres un botarate!! —Y salió corriendo disparatada como una bolsa de palomitas mal abierta—. ¡¡¡Aún no comprendo cómo todavía no sabes que esta es la primera noche de nuestras vidas!!! —le gritó mientras corría lejos.
                Raúl se quedó quieto, parado, observándola como el que ve un cuadro y trata de comprender la estampa. Luego, se abrochó la chaqueta y salió trotando tras ella. Al abrir y al cerrar los ojos, con cada pestañeo, veía lucecitas en sus párpados. Y eso era como tener más cerca las estrellas.



© Texto: Yiyi M. E, "En el color está la clave", enero 2013.
Imagen: www.forodefotos.com - cielo y estrellas 1

martes, 1 de enero de 2013

CANTO A TI MISMO




CANTO A TI MISMO


    ¡Olvidémonos de todo!
 No hace falta vivir en ese estado de cambio,
pues, ¿qué seremos después de todo 
cuando comprendamos que cuando acabe nuestra vida 
habrá llegado el fin,
cuando seamos consciente de que caeremos en el olvido,
de que esta civilización perecedera, perecerá;
de que algún día no quedará huella del rastro del hombre
sobre la faz de la tierra, 
          incluso del universo?
    ¿Quién se acordará entonces 
de los errores y de los aciertos que cometiste en tu vida? ¿Quién 
te tomará de la mano, levantando tus huesos, para decirte:
 "Ves, tantas preocupaciones; 
 al final todos acabamos en los mismo"?


  Polvo. 
  Más que polvo. 
Pero no desesperes. 
        No.

 No le busques más metafísica a la vida
que aquello que sea que te llene el espíritu.
Y si tu cuerpo se satisface con el entretenimiento,
entreténlo, y no creas sus prohibiciones.
No te es necesario aquello
que los demás proclaman como necesario.
   Curiosea todo lo que desees. 
Asoma la nariz hasta donde pierdas el aliento.
Porque la curiosidad no mata al gato: 
es la imprudencia. Aprendamos con alegría, 
la obligación no hará más que olvidemos lo aprendido. 
Piensa, tan sólo cuando quieras pensar. 
Las ideas más grandes llegan después de un buen descanso. 
Pero sé consciente 
  de que no serás más grande por ello.
  No importa si no alcanzas el cielo, ese no es el objetivo.
Se puso ahí arriba tan sólo para que apuntásemos bien alto,
para obligarnos a despojarnos de nuestros pensamientos 
y nuestros prejuicios. Pero aceptemos
que no vamos a cambiar el mundo,
porque ni el propio mundo sabe hacia dónde gira.
 Aunque sí se puede hacer algo con lo que nos rodea:
la felicidad nuestra y la de los que están al lado.
El objetivo eres tú mismo. No te quedes quieto.
Actúa y disfruta de lo que haces. A cada instante.
Cree en lo que haces, y llegarás a donde no te imaginas.
Pero déjate volar, es simple, ya lo hacías con los avioncitos de papel
cuando eras niño. ¿Y eras feliz? Calla. No respondas.
Yo también conozco la respuesta. A mí también 
me ocurrió lo mismo.

 Don Herold o Nadine Stair o Borgues (¡qué importa!)
lo tuvieron claro: 
"Si volviera a vivir comería más helado y menos habas"
y fue tan digno su forma de decirlo
que parece irremediable compartir su forma de vivir
y saborear la vida como instantes.

  Vivir alegremente: 
ése es el único secreto que todos hemos desvelado. 
Lo demás, son meros medios para conseguirlo. 
Y tú propio yo te dirá cómo lograrlo, 
  y te preguntará: 
  ¿qué querrás recordar para cuando tu final llegue?


 No hay legado más allá del tiempo que te haga tu nombre.

Por eso hoy le cantamos a la vida.



© Texto: Yiyi M. E, "Canto a ti mismo", agosto / septiembre 2012.
Imágenes: azumaleasing.blogspot.com.es

Otras Lecturas: Canto a mí mismo, No te detengas - Walt Whitman