— CAPÍTULO 1 —
LA CARTA
Detrás se escondía el mar, o eso nos decía mi madre, y sonreía mientras los dos mirábamos. “Hoy no lo veis porque hay nubes”. Otras veces nos habíamos levantado demasiado tarde, o claro, era verano y el calor cubría el cielo azul. Pero el mar estaba ahí, lo decía mi madre. Y, porque ella lo decía, mi hermana y yo, sin dudar nunca y con las manos sobre una barandilla de madera, intentábamos verlo.
No recuerdo el nombre del cerro que nos tapaba el mar, pero para mí aquel mar no podía ser otro que el Mediterráneo, que en la voz rota y sin ritmo de mi padre, llegaba hasta Estambul. Años después, cuando recibí la carta, nadie podía comprender cómo podía dejar el trabajo por el que había estado luchando durante dos largos años y por el que tuve que mudarme al extranjero, pero aquellas líneas que llegaron como un soplo de aire de pino de la casa de la sierra era semejante a la línea que dibuja en la llamada a los fieles desde un minarete.
Recuerdo que cuando tomé la carta y salí al patio de la casa, con cada línea que podía leer a través de los pocos rayos de luz que se colaban por entre un césped en sombra, supe que tenía que recuperar aquello que había olvidado. Con las piernas aún temblando y dejando caer el sobre en el suelo, doblé el papel en dos mitades y apreté la carta en el bolsillo de la camisa antes de subir a preparar la maleta.
Ya en el aeropuerto, no pude parar de leer una y otra vez aquellas palabras que repetían las mismas preguntas en cada minuto de la espera. “¿Qué pasaba? ¿Qué había pasado? ¿Y qué se podía hacer?”
Nadie me esperó en el aeropuerto y con el coche alquilado surqué las curvas de la montaña de la casa hacia la sierra con las ventanas bajadas y siempre con el cerro a la vista.
Al llegar, la puerta de la verja estaba abierta y volví a escuchar la vieja bisagra que siempre sonaba al cerrarse. Es curioso, pero nunca antes había sonado también al abrirse. Podría haberme parado allí y haber agitado la puerta sin descanso tratando de adivinar de dónde venía aquel sonido nuevo, pero una voz de mujer, joven como el de una niña con zapatos de domingo, resonaba desde la lejanía.
Avancé por el camino empedrado y enmohecido de la entrada hasta el portón y me acerqué al timbre de otro siglo de la casa, y ante mi asombro, me encontré con la puerta abierta. No había nadie pero desde el balcón desde donde se veía la barandilla de madera en la que mi hermana y yo tratábamos de ver el mar, vi la silueta de una mujer envuelta en un vestido blanco que gritaba hacia el cielo. En ese momento escuché de nuevo los cantos árabes de Estambul y vi la sonrisa escondida de mi madre tras nuestra espalda. Bajé hacia el pequeño mirador, y desde allí, desde la vieja tabla de madera, agarré aquella baranda pintada en color burdeos y yo también grité al cielo.
Mientras veía las iniciales de mi hermana junto a la mía grabadas con un compás en la madera como si solo hubiera pasado un día, la mujer del cerro agitó la mano.
No sabía lo que me esperaba, ni si había tomado la decisión correcta, pero aquel verano, cuando el cerro volvió a nuestras vidas, mi hermana me confesó que en su mar siempre había un faro.
© Texto: Lucas Amaro & Yiyi M. E, "El cerro que nos tapaba el mar", septiembre 2013.
Blog de Lucas Amaro: http://nohequeridosaberperohesabido.blogspot.com.es/
Imagen: dsc02564 - cleanpress.wordpress.com (modificada)
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