LOS OTROS
Alberto baja del tren y avanza hasta las escaleras mecánicas, apoya el macuto en uno de los escalones y pone un pie delante. Sube mirando hacia arriba y a pocos metros del final de las escaleras, recoge la mochila, sale, y le golpea bruscamente una brisa de aire frío. Se pone la chaqueta y comienza a andar.
En los primeros metros lo recibe un espacio verde construido hace pocos años, con apenas césped y mucho adoquín y baldosas en el suelo, una plaza abierta relativamente silenciosa que no se encuentra edificada y que cruza para encaminarse por la avenida de la estación.
Según recorre la calle (alargadamente diseñada) observa las viviendas de alrededor y las ropas colgadas en los balcones, el ladrillo blanco con tonos beiges apastelados y los pequeños negocios en las plantas bajas. Huele a ruido y suena a sucio. Unos pequeños grupos de adolescentes fuman sentados en algún banco de algunos de los colegios que abren haciendo las veces de parque en alguna de las tardes de primavera. Los negocios acaban de abrir y tienen poca clientela; los bares, están llenos, y los hombres de cuarenta a cincuenta años toman cervezas y licores baratos a las cinco de la tarde. El cielo se encuentra nublado.
La gente pasa acelerada y los que marchan más rápido invaden la calzada para adelantar y poder seguir a su ritmo, nuevamente en la acera. Alberto intenta cruzar la calle, pero ninguno de los coches que pasa se detiene, y cruza el paso atento de dónde poner cada uno de sus pies, pero acelerado, como si tuviera una prisa contagiada. Lo cruza, se detiene, y mira el reloj. Su pecho respira fuertemente.
Es el 19 de abril de 2010 y al día siguiente será día 20 y 20 años desde aquel 20 de abril del 90. Alberto tenía 15 años entonces y solía salir los fines de semana al parque a juntarse con sus amigos. Hablaban de lo que se suele hablar en la adolescencia y bebían hasta encontrar el límite. Ninguno de ellos tuvo que lamentarlo. Luego, algunos estudiaron y encontraron trabajo; otros, no estudiaron y encontraron trabajo; y otros muchos que estudiaron o no estudiaron, no encontraron trabajo. Él, estudió y encontró trabajo, y ahora volvía a casa tras ocho años en el extranjero. Lleva una camisa amarilla y unos pantalones de pinza, levanta la vista del reloj y tantea la agenda del móvil; concluye que los llamará al día siguiente, se pregunta quiénes o cuántos seguirán siendo los mismos.
Al llegar a la plaza del pozo, la cruza y entra en la antigua plaza central. Por aquella zona los edificios son de ladrillo rojo de la década de los 80 y no queda ninguna casa de las que recordaba cuando era niño. Ojea y ve a los fontaneros, albañiles, camareros, y pequeños negocios de frutería, alimentación, bazar, o tenderos de alguna marca instalada; un par de ferreterías y un par de pequeños negocios de tecnología junto con unas pocas oficinas comerciales. En cuatro calles se encuentra rápidamente perfilado el resumen de la ciudad y se distrae centrando su atención en la gente que pasa.
Observa a un par de niños y a una niña que juegan con la pelota en la plaza a hacerla rebotar contra la pared y a una panda de tres jóvenes que cruzan lanzando un papel al suelo. Piensa que quizás los hijos de ahora no lo tienen todo, que tal vez sí en sus casas, pero poco fuera, y se pregunta cuánta gente quedará por descubrir entre aquellos parques y aquellas calles, entre esas plazas y esos pisos de ladrillo rojo y beige, y sobre cuántos estarán pensando sobre su futuro o tendrán planes.
Llega al portal y se encuentra la puerta abierta. Una vecina le saluda pero no lo reconoce. Sube las escaleras y escucha un par de gritos que salen del primero. Un olor a cocido le llega a la altura del segundo, como en los sábados de cuando tenía ocho años. Se acuerda de sus padres, a quienes va a visitar, trabajadores de la clase obrera que no pudieron permitirse el lujo de vivir en la gran ciudad y que se habían instalado en otra pequeña de los alrededores, a comienzos de los 70. Por entonces había trabajo y era lo más habitual para la gente que llegaba y quería encontrar su sitio. Promesas de trabajo estable, posibilidad de piso y de que sus hijos pudieran salir adelante. Se pregunta cómo estarán. Llega al tercero, observa la puerta, letra B, gira la llave y avanza por el largo pasillo. Su familia lo espera en el comedor y lo reciben con la mesa puesta.
—¡¡Albertooo!! ¿Qué tal? ¡¡Te estábamos esperando!! —le dice su madre, que se acerca y le da un par de besos y un abrazo. Se le caen un par de lágrimas de los ojos.
—Bien, gracias, ¿y vosotros? —contesta, restando importancia.
—¿Cómo te va en el trabajo? —le pregunta uno de sus hermanos.
Pero Alberto no contesta y se sienta sin saber bien qué decir en la silla que se encuentra vacía. Su familia le mira esperando una respuesta, pero al ver que no llega, cogen los tenedores y comienzan con el plato. Sabe que pensarán que seguirá siendo igual de callado que antes de que se marchara. Beben y comen y hablan de la grúa y de las ventas, del jefe y de las condiciones de la jubilación.
Alberto corta un trozo de ternera y toma un poco de vino. Cavila quiénes de entre los que había visto por el camino montaría su propio negocio o pensaría irse a vivir al extranjero, quiénes o cuántos visitarían Asia o montarían una exposición de fotografía, cuántos dejarían de esclavizarse por un salario de un trabajo poco cualificado de muchas horas o en la oficina de una empresa, o haciendo kilómetros en la carretera para vender y hacer dinero para otros que no gastarían más de la mitad de sus ganancias en una hipoteca, con unos proyectos de vida claramente establecida, y cuántos de ellos se creerían libres.
Apura el vino y aparta la ternera, empuja la silla hacia atrás con el peso de su cuerpo y sus piernas haciendo un chirrido en el suelo, se pone en pie. Los tenedores se levantan de los platos y siente el vacío silencioso de las bocas que mastican, y sus miradas.
—Dejo el trabajo, me marcho —les dice.
—¿Y eso? ¿Qué ocurre? ¿También allí van mal las cosas? —le pregunta su madre, mirando al plato.
—No, pero necesito salir para comprender —Alberto se detiene—. Para comprender de dónde salen los otros. Para volver… —baja la cabeza—. Y quedarme.
© Texto: Yiyi M. E, "Los otros", 2013.
Imagen: banlieu - Banlieue Clichy sur Bois - buggstories.wordpress.com
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